miércoles, 18 de marzo de 2015

Soledad en el andén

Acabamos, que no agotamos, esta serie con una galería de personajes que, por una u otra razón, encontramos solos en un andén. Es casi obligado empezar con Soledad (1955) de Paul Delvaux, el pintor surrealista belga, enamorado de los trenes y de las mujeres, pasión que se refleja en gran parte de su obra. En la que encabeza esta entrada, la soledad de la que parece ser una joven contagia una sensación de misterio, pues no sabemos si espera, si quiere marcharse o sólo pasea por el andén.
Mucho más explícita es esta obra del holandés Evert Jan Boks, Partiendo hacia el mundo. La joven espera en una pequeña estación el tren que ha de llevarla a abrirse camino en la ciudad. Todo su pequeño mundo está contenido en el baúl sobre el que está sentada y en el bolso de mano. Ni estas dos piezas de equipaje ni su ropa son de mala calidad, lo que descarta un origen humilde, pero su cara inocente y preocupada y, sobretodo, el hecho de que no esté acompañada, nos habla de la necesidad de marchar a buscarse la vida. La mirada pícara del hombre sentado en el banco parece más la de un vecino que la conoce y está curioseando que la de un sátiro malpensado. Las verdaderas razones de la partida hacia el mundo están reflejadas en la actitud y la expresión de la joven y es al espectador a quién le toca interpretarlas.
Este es Roberto Arlt, el escritor argentino que, en la sección Aguafuertes porteñas que publicaba en el diario bonaerense El mundo en los años treinta del siglo XX, incluyó anécdotas en estaciones y trenes, como esta escena titulada Por fin....
Por fin…
Bueno; el caso es que la desconocida lloriqueaba, y el desconocido se limitaba a decir esas frases baladíes que son obligatorias, cuando uno consigue sacarse un cataplasma de encima. Sí; yo veía eso en la actitud del desconocido; esa satisfacción semioculta, y que la mujer adivinaba; y adivinaba tan bien, que de pronto comenzó a mover la mano, a decir cosas que me jugaría la cabeza, eran así:
–Vos sos un sinvergüenza. Vos me prometiste esto, y ahora te vas. Te vas y yo me mataré. Sí; yo me mataré. No volveré a querer más a nadie…
–Pero, querida; si te matas, ¿cómo podrás querer a otro…?
–Callate; sos un cínico… El hombre más despreciable que he conocido…
–Entonces, trataste a varios…
Como se comprende, un diálogo de esta naturaleza, no puede prolongarse mucho tiempo sin que una mujer no amenace con un desmayo o un escándalo. Y de allí que el desconocido sonriera. Sonriera con una sonrisa dolorosa, jovial, ciniquita, mientras que su mirada decía, más o menos:
–Ya ven ustedes; no tengo la culpa… Pero, ¿qué se le va a hacer? Las mujeres son así.
Cuando, al fin, las últimas pitadas del guarda anunciaron que el tren salía, el hombre respiró. La mujer Comenzó a llorar a lágrima viva, mientras que, aprovechando el paulatino movimiento de los coches, el hombre lanzaba unas definitivas mentiras de consuelo. Pero ella, sin responder, volvió la cabeza y yo alcancé todavía a ver el semblante del hombre cuando sonreía en el aliviador alejamiento.
La mujer queda sola en el andén. Bien, en realidad queda rodeada de todos los que pululan por él, pero se puede estar solo en medio de la multitud, como parece que está sola la mujer de esta pintura de Jack Vettriano titulada Railway Station Blues (1996).
Parece que la mujer esté sola, pero, ¿lo está realmente? El hombre que está al otro lado de la columna ¿estaba con ella hace un momento? ¿La ha dejado sola? ¿Y el tercer personaje? ¿Es un simple curioso o tiene algo que ver con la pareja, si es que lo son o lo eran?

El andén de una estación es un lugar único para detenerse y contemplar el mejor espectáculo del mundo: mirar a las personas. El observador atento y imaginativo sabrá intuir o fabular las historias que les acompañan. Muchas soledades han acabado felizmente en un andén.
Densha otoko (2005)

martes, 3 de marzo de 2015

Pasión en el andén

De las muchas escenas de encuentros y despedidas de amantes en el andén de una estación de ferrocarril, las más agradecidas para el espectador son aquellas en las que, después de que el director nos muestre la duda i el deseo en los rostros de los personajes, al final, el que está en el tren acaba bajando al andén, como en Amantes (1990) de Vicente Aranda...


... o el que está en el andén acaba subiendo al tren, como en El amor perjudica seriamente la salud (1996) de Manuel Gómez Pereira.


Estas dos películas españolas de finales del siglo XX tenían una tradición en la que engarzarse, por ejemplo la mítica Love in the Afternoon (1957, Ariane), de Billy Wilder. Audrey Hepburn interpreta la cándida hija violoncelista del detective privado Claude Chavasse, interpretado por Maurice Chevalier, que es seducida por un playboy americano, Frank Flanagan, interpretado por Gary Cooper. La escena final de la película, con estos tres monstruos de la pantalla dirigidos por Wilder, pasa por ser una de las mejores escenas de andén, y tiene su clímax en el momento en el que el millonario coge de la cintura a la chica para subirla al tren ante la mirada agradecida de su padre. La guinda musical final invita a una relectura de toda la cinta.


Del mismo año y, candidez por candidez, uno se queda con la escena final de Los ángeles del volante (1957), de Ignacio F. Iquino. Un tierno Fernando Fernán Gómez y una inocente Julita Martínez son los encargados de hacer el un poco más difícil todavía: cuando ya se han despedido, el joven sube al tren en el que parte la chica, detienen el convoy tirando de la alarma, se encuentran, se abrazan, se besan  y se bajan los dos para huir por las vías hacia la felicidad.


En todas estas escenas de andén, suele ser muy divertido entretenerse a mirar qué están haciendo los extras. La gran mayoría simplemente caminan por el andén o suben y bajan de los coches, pero en algunos casos el director les asigna la función de ser contrapunto de la acción principal. Fíjense en las cuatro escenas de hoy y lo comprobarán.