viernes, 16 de diciembre de 2016

Trenes, arte y literatura en la revista Litoral



El número 262 de la revista de poesía, arte y pensamiento Litoral está dedicado al ferocarril. Trenes. Arte y literatura, editado con la exquisita presentación habitual, se abre con un prólogo de Lorenzo Saval que justifica la elección del tema, y un estudio de Juan Manuel Bonet que se centra en la pintura, sobretodo de las vanguardias, y hace alguna breve incursión en el terreno de la literatura y la música. El resto está dividido en 33 secciones con títulos como Locomotoras, Vagones, Andenes, Besos de ida y vuelta, Soñando a bordo, Mirando el paisaje, Ver pasar trenes, etc, en cada una de las cuales se antologan poemas, microrelatos, fragmentos de prosa, pinturas, carteles y fotografías. Se inserta un artículo sobre cine y ferrocarril y otro sobre los trenes en los cómics.

El resultado es un volumen que apetece degustar sin prisa y al que el aficionado ferroviario acudirá a menudo en el futuro buscando recreear las revelaciones de la primera lectura o ilustrar con poesía y arte sus propias experiencias ferroviarias. Si algo se echa en falta es algún artículo más que explote esta magnífica colección de materiales.

Así se presenta el número en su contraportada:
La primera noticia de un sistema de transporte sobre raíles fue una línea de tres kilómetros que se utilizaba para mover botes sobre plataformas a lo largo del istmo de Corinto en el siglo vi a. C. Hasta 1811 no se diseñó una locomotora funcional que facilitó la apertura en 1830 de la primera línea interurbana entre Liverpool y Manchester. De ahí a los monorraíles terrestres o suspendidos que otorgan carta de naturaleza a la greguería en la que Gómez de la Serna equiparaba el ferrocarril con la oruga. Y es que la literatura siempre mostró fascinación por el mundo ferroviario.
La metáfora del tren y sus estaciones como transcurso de la existencia sigue presente en la mente de autores y lectores. Lo decía Apollinaire: «Un tren / Que pasa / La vida / Fluye». Tras los monográficos dedicados a barcos (Líneas marítimas, nº 254) y aviones (El arte de volar, nº 256), Litoral se ocupa del medio de transporte romántico por antonomasia, el que más pasiones literarias levanta. El número se ordena al modo de un viaje al ritmo de poemas y microrrelatos que cuentan historias sobre el humo, el vapor y los silbatos de las locomotoras; sobre guardavías y revisores; estaciones y andenes, billetes y equipajes; sobre pasajeros que leen, duermen y se enamoran en el trayecto; sobre trenes que circulan entre niebla, lluvia y nieve, trenes fantásticos y trenes fantasma; sobre el tranvía y el metro.
Los trenes de juguete nos devolverán a la infancia perdida y viajaremos a bordo del mítico Orient-Express guiado por la mano maestra de Mauricio Wiesenthal. Pocas situaciones tan nostálgicas como las despedidas a pie de vagón, y tan gozosas como el recibimiento tras una larga ausencia. En torno a estas emociones escriben Pilar Adón, Guillermo Busutil, Cristian Crusat, Margarita Leoz, José María Merino, Sara Mesa, Gemma Pellicer y Miguel Á. Zapata. Otros pasajeros ilustres en este viaje literario son Enrique Vila-Matas y Juan José Millás.
El arte también se enamoró del ferrocarril. Desde Lluvia, vapor y velocidad (El gran ferrocarril del Oeste), pintado por Turner en 1844, hasta la vanguardia actual el tren sigue dando mucho juego visual. Juan Manuel Bonet recorre las estaciones de este trayecto artístico, y Ana Merino y Francisco Griñán escriben sobre el rastro del ferrocarril en el cómic y el cine, respectivamente.
Afirmaba Kafka que el paso del tren causaba pasmo entre los espectadores. No ha cambiado mucho nuestro estado de ánimo ante esta situación, así que no dejen pasar la oportunidad de subir al tren de Litoral.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Viajes desesperados hacia el norte


En el siglo XXI, cuando pensamos en migración en tren, nos vienen a la mente los desplazados por la guerra de Siria intentando subir a los convoyes que les lleven a Europa y en los migrantes que intentan llegar a los Estados Unidos abordando los trenes de mercancías que circulan hacia el norte por Centroamérica. El cine mexicano ha recogido este tema en múltiples ocasiones.

En 1987, el director Fernando Durán Rojas, rodó El vagón de la muerte. Cuatro hombres, uno de ellos con su hija y su hijo, viajan ilegalmente a Estados Unidos. El traficante les facilita el acceso a un vagón y durante el viaje sabemos de las motivaciones de cada uno de ellos para emprender el viaje. El niño, que fue mordido por un perro, manifiesta síntomas de rabia. El ambiente se crispa, aparecen rencillas. A la llegada, no pueden abrir la puerta del vagón. El niño muere, se desate la violencia, la locura… La película es floja y se centra más en los aspectos sórdidos que en el tema social de fondo. Aquel mismo año, en Tejas, dieciocho migrantes mexicanos fueron encontrados asfixiados dentro de un vagón de carga del Missuri Pacific que había partido de la estación de El Paso y que alguien, con o sin conocimiento de la presencia de los polizones, cerró herméticamente. 


El cine mexicano también ha producido dos buenos largometrajes documentales sobre el tema, La frontera infinita (2007), de Juan Manuel Sepúlveda, y El albergue (2012), de Alejandra Islas Caro sobre la labor del sacerdote Solalinde. Ambos muestran el drama personal de los migrantes y los abusos a que son sometidos durante su viaje a lomos de “la bestia”.


De nuevo en el terreno de la ficción, en 2009 Cary Jôji Fukunaga estrenó Sin nombre (2009), una dura película que narra el viaje de una adolescente que intenta llegar a los Estados Unidos en compañía de su padre y, en paralelo, los problemas de un joven que pertenece a una mara. Los migrantes que viajan en los techos de los vagones de mercancías afrontan los peligros del tren, las inclemencias del tiempo, intentan evitar los “migras” y sufren los asaltos de las maras que les quitan lo poco que tienen. En el tren, las vidas de los dos adolescentes coincidirán con un resultado trágico. El argumento, muy bien escrito, no hace concesiones al melodrama y muestra la dureza de la vida de los desfavorecidos.


También son adolescentes los protagonistas de La jaula de oro (2013), de Diego Quemada-Díez. Cuenta la historia de un chico y de una chica que salen de su pequeño pueblo guatemalteco con destino a los Estados Unidos; a ellos se une un chico indígena que no habla español. El argumento, menos elaborado que el de la película anterior, nos relata las vicisitudes de los adolescentes, sus latrocinios para sobrevivir, las persecuciones de la policía, la falta de entente entre ellos, el secuestro de la chica y de otras mujeres en manos de una mara, la comida en un centro de acogida (cameo del padre Solalinde incluido), los secuestros exprés, los francotiradores americanos… Los tramos finales de la película pierden narratividad, dejan cabos sueltos y se acercan al docudrama en su interés por hacer inventario de los peligros y atrocidades que sufren los migrantes, pero el balance global es positivo y sobrecogedor.


En definitiva, buen cine mexicano que conviene ver si uno no quiere acabar viendo el mundo sólo desde el punto de vista de los privilegiados del norte.

Fotograma de La jaula de oro